sábado, septiembre 24, 2005

Jacinto y yo.

Existen ciertas personalidades que aunque no lo esperes entran a tu vida. La de mi vago vecino es uno de esos casos, y la manera que se coló a mi quehacer diario puso a prueba mis conocimientos sobre mí mismo.

Al principio sólo nos saludábamos con cierto escepticismo al encontrarnos en la esquina en donde él normalmente ve el tiempo pasar. Después la familiaridad cedió entre nosotros por ese acercamiento que se da al compartir un tranquila calle de un suburbio decadente.

Esto no significa que conozca profundamente a mi vecino, pero sé que es honesto y noble, pero como todos, tiene defectos. El más grave me preocupaba porque afectaba hasta mi seguridad.

El defecto de Jacinto es un vicio el cual no le interesa cambiar. Por eso, mi primer reacción fue darle la vuelta, situación que puso en duda las bases de mi amistad hacia él, ya que mi vecino me considera su amigo. No soy de los que hace o cambia de amigos fácilmente, por lo que me toma tiempo considerar a un nuevo candidato en lista de regalos, a pesar de que nunca regalo nada.

Darme cuenta de que tenía un nuevo amigo no fue fácil, más porque reconocí que yo no era un buen amigo para él ya que lo inducía a sacar lo peor de sí. Incluso pensé que yo era la causa de su adicción ya que muchas veces por mi culpa su alegre cara se desquiciaba con los ojos rojos inyectados de sangre.

Las malas influencias existen y me descubrí como una de ellas a pesar que no quería causarle ningún pesar al regordete de mi vecino. Pero por más que quise evitarlo, hubo momentos que mi simple presencia lo volvía loco.

No tuve que pensarlo demasiado para saber lo que tenía que hacer. Primero fue reconocer que yo no era el problema. La adicción de Jacinto, como todas los hábitos lacras, es producto de una mal formación que no es posible cambiar si al afectado no le interesa. Él es feliz y yo lo respeto como es.

Y por lo mucho que he llegado a quererlo, no puedo y quiero seguir agarrándolo a patadas.

Por eso, ya no enciendo el motor de mi motocicleta cuando salgo de casa y lo apago justo antes de entrar a la calle, dónde sé que él espera a algún incauto en dos ruedas para seguir regocijándose con su perdición. Sin ruido motorizado que altere su vicio, Jacinto ha logrado reconocerme a pesar de llevar casco. Ahora le puedo acariciar la mollera y él muy contento hasta me mueve la cola. Y tan cuates como siempre.