martes, junio 27, 2006

“Queremos hacer el amor”.

El alcohol me había hundido en la parte posterior del coche, por lo que cuando llegamos al lugar no podía recordar dónde carajos habíamos ido y porqué. Cuando pude bajar para observar el tugurio, luces de neón me cegaron aún más de lo que ya estaba por la serie de cubas que vorazmente había bebido en casa de una de los cuates con los que iba.

Por fin adentro observé una gran cantidad de señoras, por lo que pensé que no debía ser tan tarde como suponía. Al checar la hora sólo faltaban tres para que amaneciera. Todo parecía tan raro y fuera de lugar.

La maldita conciencia cayó sobre mí cuando el grupo musical de aquel antro, que sólo tocaba cándidas melodías sin cantar, sobresalió a la voz de un individuo que tomó el micrófono para anunciar como mensaje subliminal: “Queremos hacer el amorrrrrrr”.

Aquella frase perpetua despejó mi nebulosa mente alcoholizada. Entonces pude ver que las señoras, que según yo acompañaban a sus señores, eran profesionales y que hacían compañía al mejor pujador.

“Queremos hacer el amorrrrrrr”, escuchábamos la voz rasposa nuevamente.

Nos dieron mesa, pedimos una botella y se nos acercaron unas hermosas damas ataviadas de forma sensual; la más despampanante era una experimentada rubia de unos 30 años con un traje súper ajustado blanco parcialmente transparente. En seguida, mi cuate que llevaba el coche, apañó tan singular damisela y ella sin decir agua va comenzó a pedir Paris de Noche, bebida preparada con coñac en su característica copa mezclado con refresco de cola; por supuesto, con hielos.

“Queremos hacer el amorrrrrrr”, continuaba diciendo muy clavado en sugestivo papel el animador del grupo.

Los demás no tuvimos que hacer ningún movimiento, fuimos abordados por las otras chamacotas –seguro que eran las más tiernitas del lugar- y como dictaba la costumbre según el protocolo de los mancebos de suburbio, les invitamos un trago. Ellas aceptaron pero no de nuestra botella, sino le fueron pidiendo al mesero sus propios tragos. Nosotros pensamos “muy bien, así ellas pagarán lo suyo”. Sí, seguro.

“Queremos hacer el amorrrrrrr”.

Instalados y calientitos por la ingesta de ron, comencé a contemplar la propuesta “subliminal” del grupo. Al parecer mi acompañante me leyó la mente porque me pidió ircon ella a la Posada de León. Definitivamente muy verde por aquel entonces, le dije que cómo era eso posible si todavía no estábamos en diciembre. Pero fue gracias a mi ingenuidad que no acabé más hundido de lo que íbamos a estar ese día.

No pasó mucho tiempo para que pidiéramos la cuenta, simplemente se había terminado la botella. Cuando el mesero apareció con la liquidación y se la dio a mi cuate que había acometido a la rubia de traje semitransparente blanco, casi se le descuadra la jeta para siempre.

“Queremos hacer el amorrrrrrr”.

Como era lógico nos sumaron todo lo que nuestras “acompañantes” estuvieron bebiendo durante su estancia con nosotros. No recuerdo cuánto fue, pero sólo de los París de Noche había sido más que la botella y las demás copas que nuestras dulcineas se chuparon. Por más que discutió mi amigo –parte no se le entendía porque su voz era ofuscada por sus mismos gritos-, la suerte estaba echada y teníamos que pagar, sino las consecuencias eran muy claras gracias a todos los meseros que se pusieron en rededor.

“Queremos hacer el amorrrrrrr”.

Sacamos todo lo que traíamos en efectivo y fue evidente que todavía nos faltaba mucho para cubrir la factura, pero a nadie le quedó duda que si había que sacrificar un reloj, cadena o algo de valor, tenía que hacerlo la persona que vio junto a él cómo le chupaban el patrimonio en copas de coñac. Quedó tan claro que, una vez que pudo hablar al controlar su coraje, pidió que alguno de nosotros lo acompañara a su casa por dinero. En ese tiempo no había tantos cajeros automáticos.

Como prenda nos quedamos otro amigo y yo parados como delincuentes en ese mezquino recinto dedicado a la venta del amor. No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero el grupo por fin había dejado de tocar y ya la gente del local comenzaba a recoger las mesas, pero todavía había mucho macho y muchas viejas, de las cuales llamaba la atención la espectacular treintañera de traje blanco semitransparente que, a falta quien le pagara sus onerosas y vulgares cocas con coñac, fue en busca de presa. Y en esa circunstancia explosiva aderezada con litros de alcohol, la lucha por la posesión de tan singular hembra provocó una discusión entre dos grupos de verracos cegados por aquel rabo, que a los segundos pasó a los golpes y el volar de alguna que otra silla.

Pensamos en escapar, pero como ninguno tenía todavía celular ya que eran muy pocos los que había en esa época, no pudimos contactar a nuestros cuates para que no regresaran. Ahora que lo pienso, cuánto pudo evitarse sólo con tecnología. Pero bueno, no nos largamos y ellos por fin llegaron.

Una vez saldada la cuenta, cruzamos la puerta por la que entramos. La luces ya no eran de neón, sino del día comenzaba a revelar los míseros rumbos que si no desconocidos, muy poco concurridos. Voltee para poder ver el nombre del lugar. Mala idea. Ahora, después de muchos, muchos años, todavía en la distracción y a falta de otra cosa mejor que pensar, al distinguir las figuras o cualquier representación de caballos, recuerdo ese grito de batalla que se convirtió, para mi grupo de amigos de la juventud, en un identificador para cualquier menester con tintes sórdidos-mágicos-musicales.