Un día de siete.
La tarde no pronunciaba ninguna señal en especial, era otra entre tantas donde la monotonía parecía procurarle un lugar más en la enorme lista de los días olvidados.
Celia pensaba en eso cuando se dio cuenta que su tienda de flores quedó completamente vacía. Se extrañó porque hacía apenas cinco minutos una señora tosía sin cesar al parecer por el polen de los girasoles y alcatraces; una niña lloraba por un helado que su madre no le quiso comprar y por el murmullo general de la hora pico. Silencio total.
Se extrañó más cuando vio que la luz que se reflejaba en la puerta completamente abierta del local, era más mucho brillante que los días anteriores. Se movió del mostrador para acercase a cerrarla y cuando alcanzó el mango, comprobó que el efecto de la intensa luz afectaba también a las sombras haciéndolas más profundas, casi oscuras por completo.
Al instante notó que tampoco había nadie en la calle. Trató de fijar la vista en diferentes puntos: la tienda de revistas de Daniel al otro lado de la acera y los helados de la esquina de Doña Carmen, pero la penetrante oscuridad se los había tragado.
Con incertidumbre distinguió que el silencio no era exclusivo de su local. Por más que trató de escuchar los sonidos de coches, radios, perros y gente. Nada. A falta de comprensión de la situación, su reacción fue entrar a la tienda y encerrarse, pero al tratar de hacerlo la puerta no reaccionó. Estaba trabada. Celia sintió como un hormigueo comenzaba a elevarse por la parte detrás de su cuello hasta alcanzar la nuca. Miró hacia todos lados y al divisar la negrura de las penumbras, creyó que algo se escondía en ellas. Que la acechaba.
Al dar un giro natural por la posición, su cuerpo quedó de frente a los arreglos florales, por lo que identificó entre rosas y gardenias unos ojos amarillos que la miraban fijamente. La impresión hizo que Celia -que ya arrastraba los pies a falta de aire porque el hormigueo comenzó a cerrarle la traquea- diera un fuerte trago de aire antes de perder el sentido.
Cuando despertó estaba en la cama de un hospital y sus dos hijos la miraban fijamente. Uno de ellos hizo una llamada y en menos de tres minutos un médico entró en la habitación. Celia comenzó a impacientarse y trató de comprobar que no tuviera alguna herida grave a causa del ser que la atisbaba. El galeno trató de calmarla sin éxito y sus hijos le hablaban al unísono. Celia no comprendía nada y cayó inconciente otra vez.
Su siguiente despertar fue en su casa con los rayos del sol en plena cara. Estaba acostada en su cama y constató que no tenía agujas enterradas ni suero suministrándola. Volteó a ver el reloj de su buró y sonrió. Ese día se hizo la promesa que lo más real, increíble y descomunal de su vida debía de tenerlo despierta.
Celia pensaba en eso cuando se dio cuenta que su tienda de flores quedó completamente vacía. Se extrañó porque hacía apenas cinco minutos una señora tosía sin cesar al parecer por el polen de los girasoles y alcatraces; una niña lloraba por un helado que su madre no le quiso comprar y por el murmullo general de la hora pico. Silencio total.
Se extrañó más cuando vio que la luz que se reflejaba en la puerta completamente abierta del local, era más mucho brillante que los días anteriores. Se movió del mostrador para acercase a cerrarla y cuando alcanzó el mango, comprobó que el efecto de la intensa luz afectaba también a las sombras haciéndolas más profundas, casi oscuras por completo.
Al instante notó que tampoco había nadie en la calle. Trató de fijar la vista en diferentes puntos: la tienda de revistas de Daniel al otro lado de la acera y los helados de la esquina de Doña Carmen, pero la penetrante oscuridad se los había tragado.
Con incertidumbre distinguió que el silencio no era exclusivo de su local. Por más que trató de escuchar los sonidos de coches, radios, perros y gente. Nada. A falta de comprensión de la situación, su reacción fue entrar a la tienda y encerrarse, pero al tratar de hacerlo la puerta no reaccionó. Estaba trabada. Celia sintió como un hormigueo comenzaba a elevarse por la parte detrás de su cuello hasta alcanzar la nuca. Miró hacia todos lados y al divisar la negrura de las penumbras, creyó que algo se escondía en ellas. Que la acechaba.
Al dar un giro natural por la posición, su cuerpo quedó de frente a los arreglos florales, por lo que identificó entre rosas y gardenias unos ojos amarillos que la miraban fijamente. La impresión hizo que Celia -que ya arrastraba los pies a falta de aire porque el hormigueo comenzó a cerrarle la traquea- diera un fuerte trago de aire antes de perder el sentido.
Cuando despertó estaba en la cama de un hospital y sus dos hijos la miraban fijamente. Uno de ellos hizo una llamada y en menos de tres minutos un médico entró en la habitación. Celia comenzó a impacientarse y trató de comprobar que no tuviera alguna herida grave a causa del ser que la atisbaba. El galeno trató de calmarla sin éxito y sus hijos le hablaban al unísono. Celia no comprendía nada y cayó inconciente otra vez.
Su siguiente despertar fue en su casa con los rayos del sol en plena cara. Estaba acostada en su cama y constató que no tenía agujas enterradas ni suero suministrándola. Volteó a ver el reloj de su buró y sonrió. Ese día se hizo la promesa que lo más real, increíble y descomunal de su vida debía de tenerlo despierta.
2 Comments:
No entendì o no quise entender el final. saludos.
Do you want a free dream?
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