viernes, marzo 31, 2006

El día que Julián perdió el diente.

Ese día no llegaron los ratones, pero si los rateros. Y se llevaron cuanto pudieron en el par de horas que estuvieron dentro de la casa de sus papás, a los que amordazaron con cinta canela en la cocina junto a sus hermanas y el mismo Julián. A Carmelo el perro, antes de ponerse como loco, lo encerraron en el baño con el viejo truco del bistec.

Desde ese día Julián no cree en Santa Claus, ni en los Reyes Magos y ni en su puta madre. Se ha vuelto tan hijo de la tisnada, que no permite que nadie le diga Juliancito como antes, y al que se atreva a hacerlo le revienta el hocico.

El día que perdió el diente, Julián (antes Juliancito) comenzó a convertirse en un hombre. Y en vez de llorar por los televisores, el reproductor de DVD, las joyas de su madre, su colección de comics, su Hombre Araña y todas esas tarugadas para niños que los ladrones se adueñaron, ahora se divierte viéndole los calzones a sus compañeras y darles duro a los que sigan creyendo en el ratón.

La vida es cabrona, me ha dicho pensativo. Y cuánta razón tiene. Lo curioso es que se haya dado cuenta a los siete años.

miércoles, marzo 22, 2006

Un día de siete.

La tarde no pronunciaba ninguna señal en especial, era otra entre tantas donde la monotonía parecía procurarle un lugar más en la enorme lista de los días olvidados.

Celia pensaba en eso cuando se dio cuenta que su tienda de flores quedó completamente vacía. Se extrañó porque hacía apenas cinco minutos una señora tosía sin cesar al parecer por el polen de los girasoles y alcatraces; una niña lloraba por un helado que su madre no le quiso comprar y por el murmullo general de la hora pico. Silencio total.

Se extrañó más cuando vio que la luz que se reflejaba en la puerta completamente abierta del local, era más mucho brillante que los días anteriores. Se movió del mostrador para acercase a cerrarla y cuando alcanzó el mango, comprobó que el efecto de la intensa luz afectaba también a las sombras haciéndolas más profundas, casi oscuras por completo.

Al instante notó que tampoco había nadie en la calle. Trató de fijar la vista en diferentes puntos: la tienda de revistas de Daniel al otro lado de la acera y los helados de la esquina de Doña Carmen, pero la penetrante oscuridad se los había tragado.

Con incertidumbre distinguió que el silencio no era exclusivo de su local. Por más que trató de escuchar los sonidos de coches, radios, perros y gente. Nada. A falta de comprensión de la situación, su reacción fue entrar a la tienda y encerrarse, pero al tratar de hacerlo la puerta no reaccionó. Estaba trabada. Celia sintió como un hormigueo comenzaba a elevarse por la parte detrás de su cuello hasta alcanzar la nuca. Miró hacia todos lados y al divisar la negrura de las penumbras, creyó que algo se escondía en ellas. Que la acechaba.

Al dar un giro natural por la posición, su cuerpo quedó de frente a los arreglos florales, por lo que identificó entre rosas y gardenias unos ojos amarillos que la miraban fijamente. La impresión hizo que Celia -que ya arrastraba los pies a falta de aire porque el hormigueo comenzó a cerrarle la traquea- diera un fuerte trago de aire antes de perder el sentido.

Cuando despertó estaba en la cama de un hospital y sus dos hijos la miraban fijamente. Uno de ellos hizo una llamada y en menos de tres minutos un médico entró en la habitación. Celia comenzó a impacientarse y trató de comprobar que no tuviera alguna herida grave a causa del ser que la atisbaba. El galeno trató de calmarla sin éxito y sus hijos le hablaban al unísono. Celia no comprendía nada y cayó inconciente otra vez.

Su siguiente despertar fue en su casa con los rayos del sol en plena cara. Estaba acostada en su cama y constató que no tenía agujas enterradas ni suero suministrándola. Volteó a ver el reloj de su buró y sonrió. Ese día se hizo la promesa que lo más real, increíble y descomunal de su vida debía de tenerlo despierta.

viernes, marzo 10, 2006

Laura la llorona.

Laura era una persona que había estado tanto tiempo tan triste que ya ni siquiera sabía el porqué. Era tanto su sentimiento, que sólo acordarse de su tristeza, rompía en un profundo sollozo.

Pero a pesar de parecer lo contrario, no quería llamar la atención y tapaba sus permanentemente e hinchados ojos con gafas oscuras. Además, siempre usaba ropa de colores grises, cafés o negros para no molestar a nadie con su tristeza.

Como era de suponerse, Laura no permanencia en ningún trabajo porque sus lamentos cansaban hasta el más paciente. En el último empleo como secretaria en un despacho de abogados, los asociados quisieron demandarla por desprestigiar a la firma ya que los clientes pensaban que sufría de algún tipo de acoso o maltrato psicológico.

No se pudo comprobar lo contrario y por más que Laura aseguraba que no eran ciertos los rumores, nadie le creía porque lo decía entre sollozos, gemidos y lamentos involuntarios. El despacho quebró poco después de que la corrieron porque no pudo recobrar la buena fama.

El día que la echaron Laura estaba harta de ella misma y su forma de manifestarlo fue, para no variar, llorando. No paraba y apenas podía manejar, pero gracias a esas coincidencias que sólo el destino conoce, se cruzó con un cortejo fúnebre; así que se les unió pensando que ahí podía justificar tanta secreción lagrimal.

Ya en el panteón español y enfrente a la tumba del occiso, Laura se quebró como nunca. Daba tanta pena que hasta la señora que acababa de perder el marido fue a consolarla.

Al llegar esa tarde a su casa, sintió algo que hace mucho no sentía. Calma. Por eso al día siguiente regresó a desahogarse con el dolor ajeno. Lloró, lloró y volvió a llorar, recibiendo en todas las ocasiones el apoyo de los que iban a despedirse permanentemente de su pareja, padres, hijos, amigos o amantes.

Así pasó varias semanas, cazando sepelios. Un jueves, cuando terminaban de sepultar al de la tarde, se le acercó un enterrador para decirle que no era necesario que llegara tan temprano al cementerio, que la esperaban el día siguiente a las 11 de la mañana para despedir al señor Gutiérrez, víctima de cáncer pulmonar.

Laura fue de las pocas que se presentó, pero lloró por los que no fueron. Al finalizar el funeral el mismo sepulturero que le había informado un día antes, le dio un sobre diciéndole que era de parte de la familia de las exequias. Al revisar el sobre dos horas después, pudo comprobar unos cuantos billetes. No comprendió el porqué y como ya se encontraba en una cafetería a kilómetros de la tumba recién inaugurada, no regresó a despejar dudas. Ya volvería el día siguiente a las 10 de la mañana -como le informó el enterrador- ahora a sepultar a Pedro Suárez de 88 años, víctima de muerte natural.

Al llegar no recordó que tenia una duda que aclarar y envuelta por su natural tristeza y por el sentimiento que provoca los camposantos, se dejó llevar en lo que le salía mejor. Llorar.

Al terminar el entierro recibió otro sobre del sepulturero, ahora por parte de la viuda de Suárez, la otra persona que por no haber ido Laura, hubiera sido el único familiar en presenciar el ritual. Laura, fehaciente, supo la razón. Ya no dijo nada y sólo se enfocó en las otras dos citas que tenía para el día siguiente.

Así pasaron varios meses. No buscó trabajo porque ganaba lo necesario con lo que le salía bien y hasta sintió que había logrado lo que nunca imaginó. Estar en paz.

Con la reconciliación, Laura comenzó a aceptar que en realidad lo que le gustaba era lagrimear despóticamente y que además podía vivir de eso, pero el día en que sepultaron a Josefa Miguel acaecida por insuficiencia renal crónica, el destino dio otro giro y Laura, que estaba muy cerca de la orilla de la tumba, resbaló por la tierra suelta y cayó de cabeza rompiéndose el cráneo.

Al día siguiente la sepultó Juan. Su enterrador. Nadie fue y mucho menos nadie le lloró.